sábado, 5 de septiembre de 2015

RECUERDOS



Pocas veces la abuelita Mela viajaba a Lima, allí vivía su hija la tía Matea. Cuando ello ocurría se quedaba por semanas. El abuelo Nicanor quedaba a cargo de la chacra, mamá Juana y la tía Ube atendían en los quehaceres de la casa, y los menores teníamos la tarea de traer el agua de la acequia, la leña para el fogón y el pasto para los conejos y cuyes además de atender el ganado.
Había en la casa un viejo receptor de radio a pilas donde todos los domingos se oía el programa folclórico “El Sol en Los Andes” de Radio El Sol” donde los paisanos que ya vivían en la capital enviaban saludos y demás mensajes a sus familiares en provincias.

Todo transcurría normalmente hasta que un día alguien escucho el mensaje desde Lima comunicando que la abuela llegaba a Calapampa tal día. El encargo para ir a su encuentro y traerla a casa recayó en mi persona. El día señalado desde muy temprana la tarde, ensillaron mi caballo y también al borrico y a eso de las tres de la tarde salí de Sacota con rumbo a Calapampa la hacienda de don Isidro Márquez compadre del abuelo donde había trabajado en sus años mozos. Hasta allí llegaba la lechera camioneta Ford 350 que diariamente llevaba leche hacia Marcona y Acari saliendo a eso de las cinco de la mañana y retornaba a las siete a diez de la noche a más tardar.
El trayecto a Calapampa de unos quince a veinte kilómetros lo hice prácticamente en tres horas. Por esos tiempos, aun no existía la carretera que hay ahora, la trocha llegaba hasta cerca de la casa de don Napoleón Márquez en Bella Holanda, el camino era de herradura, y curva tras curva, sorteando lomas y quebradas, llegue a mi destino ya muy tarde, ya casi anochecía. En Calapampa vivían los compadres de mi abuelo don Mauro Calderón su esposa doña Celestina y familia. Me presente ante él y luego de unas cuantas preguntas que me hicieron me dieron alojamiento en su casa. Bueno, no precisamente en su casa, sino en el pampon que esta frente a su pequeña y vieja casita hecha de carrizo embadurnado de barro y que el tiempo había ya desgastado.
A la luz del mechero que se filtraba por las rendijas de la casa, desensille mi caballo y con la carona[1] del burro hice una cama donde me acosté a la espera de que llegara la lechera y en ella mi abuela Mela. Llegará a eso de las once, pensaba. La noche era oscura y larga y con el cansancio del viaje quede dormido profundamente. De pronto desperté sobresaltado, la luna brillaba plena, ya no pude dormir, en eso llegó la lechera, serían las doce de la noche, se había retrasado por una llanta que se había pinchado. Y no llego nadie, eran solo el chofer y su ayudante. No había llegado la abuela, de pronto todo se hizo silencio, solo se oían el croar de las ranas y chillar de los grillos y en el cielo la luna brillaba intensamente, alguna que otra estrella fugaz cruzaba el cielo estrellado, así estaba en mis pensamientos, ¿porque no llego la abuela? ¿Que habrá pasado?, ¿seguirá en Lima?, pensaba. Cuando de pronto, ¿Y mi caballo?, ¿y el burro?, reaccione rápidamente y corrí a ver dónde estaban, el caballo estaba a unos metros de donde lo ate. No estaba el burro, había roto las ataduras y simplemente se fue. No había nada que hacer, ensille nuevamente mi caballo y tome el camino de retorno a casa dejando al burro extraviado en Calapampa. No se cómo, pero cuando los perros ladraban sintiendo nuestra llegada, recién tome cuenta que había llegado a casa. Era recién las dos de la madrugada. Recién entonces tome cuenta del peligro a que me había expuesto, a los diez años de edad, bordear barrancos y acantilados, cruzar profundas quebradas y subir altas colinas era cosa de temer. Ya el abuelo en su charla cotidiana después de la cena, hablaba de los pumas que robaban los carneros, del atoc que se llevaba las gallinas y de los pishtacos que mataban a los despistados runas que osaban ir por caminos solitarios. En nada de eso pensé, solo quería llegar a casa. Mi madre presurosa salió a recibirme, me cobijo con una manta y me dio de beber té de membrillo bien caliente. Los perros el amigo y el amaro me saltaban de alegría, la pastora a un lado cuidaba sus cachorros.
Al día siguiente, muy de temprano, nuevamente partí a Calapampa ahora en busca de suki, el burrito extraviado. Pase de largo la entrada a la casa hacienda de Calapampa siguiendo por el camino. A ambos lados de la carretera crecían frondosos molles y sauces y tras ellos cercos de alfalfares a un lado y al otro un gran maizal que ya anunciaban hermosos choclos. Y del suki nada, miraba a un lado y a otro y nada, mas allá al fondo había un gran alfalfar que seguramente don Isidro Márquez reservaba para su ganado fino.
Aguzando la mirada solo veía grandes piedras blancas, así estaba un largo rato, pero… oh, había algo blanco que no cuadraba en el paisaje, era el lomo del burro que descansaba plácidamente después de haber llenado su panza. Las orejas lo vendió. Baje del caballo y lo ate a un árbol, no se vaya a escapar pensé y ahora tendré que buscar a burro y caballo. Sigilosamente subí la pirca y cruce el alfalfar, el fresco y verde pasto cubierto del roció de la mañana mojaba mi ropa, pero llegue hasta unos metros del burro. El condenado apenas noto mi presencia dio un salto y trato de correr, le lance el lazo al lomo y se detuvo. Había perdido, pero bien que se había comido un manjar. Sin que nadie lo notara, lo saque del cerco y enrumbamos el retorno a casa.



[1] Frazada o manta de abrigo. Pieza de suela o cuero que se coloca sobre el caballo debajo de la silla de montar, debajo del recado o basto.